Schengen - Capítulo 3 - ÍMPROBA REALIDAD - - Castra Servilia - Club Deportivo

Publicada el: 12/03/2013
Narrativa , Escritura , Schengen , Narrativa Hipertextual , Capítulo 3

 

 RESUMEN DE CAPÍTULOS

 

Capítulo 1 
Capítulo 2                 
  

 

 

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CAPÍTULO 3

 

ÍMPROBA REALIDAD


Cuando Pablo y Rubén escuchaban, con el macarrónico acento, las palabras de Régine experimentaron esa sensación de oscura certeza; “dispuesto a trabajar de cualquier cosa” se pensaba y decía mucho más a la ligera que en la hora de la verdad.

Por el jornal de diez horas, contando los desplazamientos y descansos, se cobraban cincuenta y cinco euros diarios; y se trabajaban los siete días de la semana hasta el final de la cosecha. Hasta aquí, lo esperado por los chicos. Sin embargo, los dépenses eran bastante más elevados y en peores circunstancias que las planificadas desde Doresta. Diecinueve euros diarios por la estancia y manutención en el campamento, treinta y siete euros al recibir una bolsa con dos uniformes enterizos y una especie de botiquín con apenas un rollo de gasas, esparadrapos, un bote de alcohol, otro de amoníaco, repelente en spray y siete grajeas de ibuprofeno…

Los chicos se observaron de soslayo mientras la retahíla de la estirada francesa martilleaba sus tímpanos con más gastos que debían sufragar por trabajar para ella: “dos euros por cinco minutos de agua caliente, un euro por una hora de conexión a la red eléctrica, tres euros la lavadora, sin detergente claro, tres euros más diarios la consigna, veinticinco de fianza por la llave…”. Rubén, con la mirada en sus pies intentaba calcular cuándo amortizarían el pago, al menos, de los billetes de tren. Pablo, estupefacto, seguía los gestos de la mujer sin oír ya sus palabras. Régine les presentó un folio con el desglose de todas las cuotas, las condiciones de trabajo –donde leyeron que serían porteadores, fuese lo que fuese aquello- y el horario: desayuno a las seis, partida a las seis y media, regreso a las cuatro y media, cena a las cinco y cierre del campamento a las seis. Firmaron, como los reos una sentencia, y se encaminaron hacia la tienda que compartirían con otros seis.

 

Solos en el interior, bajo la lona al sol de julio, a Pablo parecía que le volvía el color:

- Vámonos de aquí, Rubén –cuchicheaba con evidente indignación-

- ¡No digas gilipolleces! –y sonó con más brusquedad de la que nunca antes había escuchado Pablo en su amigo- Hemos venido a trabajar. ¡Necesitamos trabajar! Esto no es una excursión con papá y mamá, ni una aventura de tus libros, ni siquiera un viaje de turismo; es dinero y comida por mano de obra. Sin más.

Transcurrieron varios minutos de silencio afectado. Rubén cerró los ojos aunque no dormitaba; podía escuchar el ritmo acelerado en las pulsaciones de Pablo, y decidió apaciguar su tono:

- Calculo que en una semana habremos podido recuperar lo invertido en llegar hasta aquí. ¡Aguanta una semana! Sólo te pido una semana, y veremos.

Otros segundos eternos de mutismo por parte de ambos, y Rubén prosiguió:

- Yo no me marcho. No puedo. Y tampoco quiero que te vayas tú –si Pablo esperaba una disculpa por parte de Rubén, esta reflexión era lo máximo que podía conseguir de quien no está acostumbrado a excusarse-.

- Vale. Una semana. Y veremos.

 

El primer día de trabajo amaneció temprano. A las cinco y media de la mañana gimieron con ironía los altavoces por el campamento, se encendieron los focos y comenzó el ajetreo con cierta demencia. Como la mejor actitud cuando uno es novato en cualquier lid es emular lo que vieras, así actuaron los dos jóvenes. Recogieron sus sacos y mantas en el petate de tela y siguieron a los magrebíes con quienes compartían cobijo hasta la barraca que hacía las veces de consigne. Depositaron en sus taquillas el fardo, rescataron los trajes del fondo de la bolsa y se enfilaron hacia los aseos. Lo siguiente que se pierde cuando uno acepta ciertas limitaciones es el pudor. Existían dos clases de baños: los interiores, donde pagabas por el agua caliente después de cierta espera, y una hilera de alcachofas en la pared posterior de la misma caseta, a la intemperie. Aquí no había tanta demora, obviamente, pero ahorrabas dos euros. Se acicalaron cuanto les permitió el frío y se uniformaron aprisa. El desayuno, tan gélido como la ducha al aire libre, consistió en un café au lait, pain grillé, saladillo –una especie de tocino magro-, fruta y aguardiente.

A las seis y veinte ya se apelotonaban en el umbral de acceso a la finca esperando a los camiones, como les explicó Rui, o Gui, o Luiz; algo así: un portugués de unos cuarenta años, quien fue el único que se acercó a ellos en dieciocho horas de estancia en la finca. Y les advirtió que debían hacer lo posible por subir pues había más temporeros que trabajo; si por enfermedad, por descuido o por apercibimiento de algún capataz permanecían en tierra, ese día no cobrarían.

Y subieron, por supuesto que subieron.

 

En el escaso trayecto hacia el viñedo, Pablo y Rubén permanecieron juntos, quizás algo encogidos por la situación, pero dispuestos a aguantar. Rubén, más curtido en el trabajo físico, e inseguro de su amigo, sólo pudo acertar a susurrarle antes de que los vehículos frenaran:

- No hables. No te quejes. No discutas. Intenta pasar desapercibido.

Pablo le miró perplejo, con rabia sorda, pero agachó la cabeza y asintió. Le dolió que no confiara en él, y haría todo lo posible por demostrarle que estaba equivocado. Jamás había trabajado, cierto; pero, qué se creía.

 

Regresaron cerca de las cinco, casi a punto para la cena. El tiempo justo para pasar por las duchas y vencer al polvo y al sol adheridos a la piel. Nadie habló en el recorrido de vuelta; sólo querían llegar, descontar otro día.

El terrien François, marido de Régine, se apeó del todoterreno que conducía con los cuatro capataces, les estrechó la mano uno por uno, y dirigiéndose a la masa de jornaleros que bajaban de los camiones, les encomió en francés algo ininteligible, a lo que acompañaron las risotadas de los otros cuatro. Estuvo controlando el día completo, comió exactamente lo mismo que ellos, e incluso se acercó hasta varios cortadores para reprenderles. Era un rudo labriego que había hecho dinero, pero que llevaba sus vides en la sangre.

Pablo, en un encuentro fortuito a media mañana con el propietario, se cruzó con él, y siguiendo las advertencias de su amigo, bajó la cabeza y continuó caminando mientras acarreaba el cesto de mimbre hasta los contenedores. Éste, le llamó la atención con una voz de alto. El joven se giró, más atemorizado que otra cosa:

- Oui, terrien?

El dueño le estaba ofreciendo una gorra para protegerse del sol, que Pablo aceptó con premura, pero incapaz de responder en francés con agradecimiento.

Y ahora, recién terminada la jornada de trabajo, se le mostraba la oportunidad. Se acercó hasta el grupo de caballeros y estando en frente del dueño, tendió su mano y confirmó:

- Merci, Monsieur. Merci beaucoup.

Los temporeros siguieron desde la distancia el acercamiento del novel, entre la extrañeza y la desconfianza. Aún peor, el grupo de los cortadores, cuyo trabajo era bastante más privilegiado, empezaron a murmurar. Y Rubén, desconcertado, no daba crédito.

 

A las cinco en punto, los altavoces anunciaban el almuerzo exhalando a The Doors.

People are strange when you're a stranger

Faces look ugly when you're alone

Women seem wicked when you're unwanted

Streets are uneven when you're down

When you're strange

Faces come out of the rain

When you're strange

No one remembers your name

When you're strange

When you're strange

When you're strange

 

Sin embargo, Pablo ahora era el extraño a conocer. Ése.

 

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¿Qué opinan los lectores castrenses?

A. ¿Los veteranos toman represalias contra los chicos?

B. ¿Pablo intenta avanzar en el estrato de la comunidad a pesar de las advertencias?

 

 

 

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