En las entrañas de Tormantos - Capítulo 4 - Castra Servilia - Club Deportivo

Publicada el: 05/03/2014
Narrativa , Escritura , En las entrañas de Tormantos , Narrativa Hipertextual , Capítulo 4

 

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En las entrañas de Tormantos.
Cuatro.

 




Camino de regreso, Sebastián paró en la venta del Cojo a echar unos chatos con los labradores que volvían del jornal. Con los aperos a cuestas dejaban tras de sí la dura faena. El viento serrano había hostigado el pellejo de estos hombres hasta el punto de hacerlos indistinguibles de sus bestias, y el carácter, como el de las tierras que araban, era hostil y mohíno. Apoyados en la repisa, bebían los tragos con la inercia del hábito.

- Cuánto bueno.

Saludó el forastero, con el escaso éxito de un murmullo indescifrable por respuesta. Allí las palabras, como empezaba a averiguar, se gastaban poco; más bien parecía que se comunicaran por aúllos o berridos. Se arrimó hasta ellos y convidó a una ronda. El Cojo rellenó los vasos con el vino que él mismo pisaba, y que por lo incongruente de la situación, era conocido como el pitarra tullido. Sin embargo, embriagaba igual. Los hombres apuraron de un trago y sin levantar la vista de sus manos, dejaron unas cuantas monedas para reemprender sus marchas.

Sebastián, con su presencia, había vaciado la fonda en unos minutos; sólo quedaban él y el renco, quien le examinaba desde detrás de la barra. Pidió otro vino con un gesto, e intentó probar con el tabernero.

- ¿Eres de por aquí?
- Como el brezo.

No estaba acostumbrado a tener que arrancar las respuestas, y menos, con los nervios tan crispados por la desaparición de su mestiza. Era un soldado; un soldado de la Reina. Si quisiera, podía ajusticiarlos a todos en la plaza. No obstante, intuía la necesidad de ser paciente con las gentes del pueblo.

- ¿Conoces a la Marmionda?
- ¿Y quién no?

Lo dijo sin sorna, casi con admiración. O eso creyó percibir Sebastián.

- ¿Sabes dónde puede estar?
- Pregunte a la Madamé.

- Tampoco lo sabe. Lleva varias noches sin aparecer por la Casa de las Muñecas y no falta ninguna de sus pertenencias; sólo ella.

- ¿Y el resto? Suele andar con la Angelita o con la Remedios.
- Nada.

Un silencio doloroso abrumó la tasca. El Cojo, con la mirada extraviada, sirvió más priva sin ser requerida. Incluso se proveyó de otro vaso para sí.

- No se deben deambular los caminos de la Sierra cuando se apaga el sol.

El miliciano, cada vez más soliviantado por la conversación tan críptica, cada vez más ebrio por la ingesta de alcohol, se irguió y agarró al lisiado por las solapas hasta enfrentar sus caras a menos de un palmo.

- ¿Por qué dices eso? He pateado cada legua de los senderos buscándola. ¡Ahora los conozco como si fueran la palma de mi mano!

El pobre tullido salió de su ensimismamiento con las sacudidas. Y una voz abisal, que pareció no pertenecerle, recorrió su coxis hasta atravesar las cavidades glóticas, vibrar en las cuerdas y ser capaz de pronunciar:

- Jarramplas.






A maitines no acostumbran a acudir más que la docena de beatas del pueblo y Juan, el erudito. Y aquel amanecer no hubo de cambiar. Los hombres parten hacia los campos según despuntan las primeras luces, listos o no, para comenzar otra peonada. Arrastran a las mulas cargadas, que enfilan abúlicas el día, conscientes de su penalidad. Las mujeres entreabren los postigos para orear las casas a la alborada. Y los viejos, se instalan en la plaza a consumir las horas.

El Cura salía de la iglesia arremangándose la sotana para no resbalar con el relente cuando Sebastián lo detuvo. Don Fermín llevaba ya más de cuarenta años siendo el párroco de la Sierra de Tormantos. Lo era de Garganta la Olla, pero también del resto de villas colindantes. Y se preciaba de conocer a todos los paisanos.

- Aún no te he visto ofrecer respeto en la Casa del Señor.
- Lo sé, padre, pero me ha ocupado otra aflicción.
- ¿Acaso hay algún deber más importante que cumplir con tu obligación cristiana?

Quiso, a propósito, el sacerdote elevar el tono de voz al cuestionar al soldado a sabiendas que eran el centro de atención en la Plaza, cada vez más concurrida.

- Por supuesto que no, como vuesa merced advierte.
- ¿Entonces, soldado, qué le impide acudir al Templo con el resto de la feligresía?

Y a estas alturas, la conversación era ya pública. Y ya no era una charla, era una homilía improvisada.

- Mi amartelada, páter, ha desaparecido.
- ¿¿Esa?? ¡Una ramera! ¡Una Muñeca! ¡Una libidinosa hija del demonio! ¿¿Esa?? Vástago de marroquín. Oscura sin alma. Si permitís que os dominen vuestros cuerpos, la degeneración pervertirá el entendimiento divino con el cual os concedió nuestro Señor y por el que se sacrificó Jesucristo, y a esta aldea llegará Sodoma, y aquellos que habiendo fornicado e ido en pos de vicios en contra de la Ley de Dios, sufriréis castigo de fuego eterno.

El cura esputaba su perorata de flemas e hiel mientras Juanito en una esquina reía sardónico. Cada vez que en su cabeza visualizaba a la mora amarrada a sus grilletes, con sus carnes morenas que traslucían la blusa raída, sentía crecer en él la rigidez de su miembro.

- Pero, padre, el Jarramplas ha podido…
- ¿¿Cómo?? ¿Y ahora te excusas en apariciones? ¡Apártate de mi camino! ¡Vade retro!



La muchedumbre también se retiró, dando por concluido el espectáculo. El erudito, aprovechó la distracción del momento para convencer a un par de quintos y tomar juntos el aguardiente de la mañana. Salieron a las afueras del pueblo, bajaron hasta el silo, donde aseguraba conservar el mejor metílico de la Sierra, y allí, los hizo beber hasta jumarse.

El Juanito aún tenía obligaciones que cumplir, claro. En la cueva esperaban a los avíos para satisfacerse.



A. Consigue trasladarlos vivos, como era el encargo.
B. Angelita, que pasaba por la plaza durante el sermón, se lleva a Sebastián hasta la Casa de las Muñecas.

 

 

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