En las entrañas de Tormantos - Capítulo 7 - Castra Servilia - Club Deportivo

Publicada el: 26/03/2014
Narrativa , Escritura , En las entrañas de Tormantos , Narrativa Hipertextual , Capítulo 7

 

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En las entrañas de Tormantos.
Siete.



La negrura llenó la sierra mientras Sebastián, aturdido por los hallazgos que en su batida había hecho, con dificultad deambula por entre senderos cada vez más ignorados. Camina casi impelido por la inercia de sus cavilaciones, apenas sin prestar atención a sus pasos. La fría noche de mediados de enero arrulla el humedal levantando una ligera neblina, sólo rota por la presencia de los imponentes castaños. El resplandor de la luna se platea a su paso a través de las minúsculas gotas de agua y con dificultad alumbra la travesía. El eco del bosque al entumecerse por la gélida pernocta, los sonidos de las rapaces en busca de pequeñas presas, el crujir de las huellas del soldado, son los únicos ruidos que acompasan la melodía del monte. Y ocultas, las dos bestias inmensurables de la vasta Sierra de Tormantos; acechantes, perennes amenazas.

En la desesperación, el atormentado Sebastián cree escuchar mezcladas las súplicas de socorro de su amada Marmionda con las risas guturales de la silueta curvada. Tropieza constantemente en su carrera descuidada persiguiendo las voces. Cae, y la tierra recibe sus huesos con ansia, aunque consigue levantarse para volver a hocicar, a los míseros segundos, el lodo húmedo. Su rostro embarrado es surcado por lágrimas de impotencia; sus ropas, ya harapos; sus fuerzas, escasas. A duras penas vaga perdido. Entonces, un claroscuro se impone ante él, por la providencia, unas ruinas emergen nada más cien metros por encima de sí.





El fuego asoló las huertas del oeste antes de poder ser apaciguado, y entre ellas, la de Juan. Es más, por la virulencia con la cual la atacó casi podía pensarse que se había iniciado desde ahí. El Erudito lo advirtió al instante. Era la señal. El Jarramplas debía haber descubierto la traición. Las gentes, desoladas y en llanto, se abrazaban al contemplar lo que la fuerza devastadora del fuego había hecho a sus insignificantes almunias. No quedó bicho a salvo de las llamas, ni labranza intacta. Las modestas tierras que eran lo único que poseían, ahora inertes, fulgían incandescentes por las brasas, aún humeantes. El olor pronto inundó la sierra y los pueblos vecinos. En la iglesia, la campana mayor repicaba atrayendo a los paisanos hacia el incendio, o mejor dicho, hacia las ascuas que quedaban. Si bien el sol llevaba varias horas oculto, la villa bullía en tumulto y confusión. Se preguntaban los unos a los otros cómo era posible tanto infortunio.

A Juanito sólo le quedaba encomendarse a su Señora; quizás implorar su protección. La Serrana, por su agreste espíritu, pero sobre todo por su descomunal fuerza, puede controlar al Jarramplas a su antojo. Él se considera buen mayordomo, y a fe divaga que sus quehaceres y encomiendas son valiosos para su dueña: provee de hombres, mozos algunos, a la hermosa amazona para que goce de ellos; oculta sus cuerpos exánimes; actúa de alcahuete y correveidile; y por supuesto, vigila a don Fermín. Es cierto, asumiría en su presencia, haber robado una presa a su Jarramplas, ¡pero es una simple ramera! ¿Acaso no vale él más que una mestiza probada ya por todo el pueblo? Está convencido de sí, y sin embargo, su alma se estremece pávida por intuir la calamidad que se le viene.





Pese a que cien metros pueden no ser nada, por entre las escarpadas peñas a oscuras, insuficientemente iluminadas por la luna, estaban siendo un mundo para Sebastián. Las ruinas del fortín se exhibían insolentes ante las escasas fuerzas del militar; no obstante, paso a paso, se fue imponiendo al terreno. Rodeó el castillo rastreando algún pórtico que permitiera el acceso, sin éxito; sólo escombros se distinguían en la madrugada. Las piedras exudaban el rocío por sus poros impidiendo trepar por ellas, aunque el joven no renuncia a penetrar la fortaleza pues una voz interior le embriaga de la convicción de saber que su amada se encuentra tras esos muros. Bordeó de nuevo la fortificación, ahora con más detenimiento, palpando cada pulgada de ellos, hasta que en medio de la maleza, a la altura del firme, descubrió un ventanuco de apenas un palmo por dos, un tragaluz cruzado por dos hierros. Retiró las retamas y se tumbó a bocajarro.

Si la noche era oscura, no menos opaco era el interior. Gritó. Gritó el nombre de Marmionda a las profundidades de las catacumbas. Gritó con toda su resistencia. Pero la única respuesta que obtuvo fue el eco de su berrido.

Se irguió del húmedo suelo y buscó las retamas que había apartado. Necesita vislumbrar lo insondable. Por primera vez desde la desaparición de su Muñeca, su experiencia en milicias le iba a servir de ayuda. Con el pedernal y la navaja que siempre guarda consigo, no sin esfuerzo por el relente, consigue prender la escobera y arrojarla al hondo subterráneo. Y allí estaban. Si no pudo ver a su concubina por las considerables medidas de la galería, al menos, sí pudo reconocer las distintivas enaguas pardas. Recuperado el brío gracias al descubrimiento, abatido por su incapacidad para horadar la fortaleza, exhausto, decide regresar presto hasta Garganta a solicitar ayuda. Y con la urgencia de ánimo, no se percata de la sombra que tras de sí lleva.





Sebastián hizo el camino de regreso al trote, resbalándose casi a cada zancada. El intenso olor a quemado anunciaba la cercanía al pueblo con cada paso. Cuando irrumpió por el sendero calcinado, las gentes que permanecían en la linde del incendio, amedrentadas por la desgraciada situación, no acertaron a comprender las primeras palabras que pronunció el forastero. Salvo el Erudito, quien enseguida interpretó la excitación del isabelino, el resto comenzó a proferir insultos ante la negligente cautela que mostraba el militar por la calamidad ajena:
- ¡Sinvergüenza!
- ¡Zascandil!
- ¡Canalla! ¡Largo de aquí!
- ¡Bastardo!
- ¡Mequetrefe! ¡Ahí hubieses ardido tú, maldito!

La confusión generada por la ira de unos, la barahúnda de otros, y la violencia de algunos perjudicados contra el joven, permitió al Juanito escabullirse de la muchedumbre, y él sí, advertir el espectro gigante que acecha la villa y a Sebastián.




Amigos, dispongan si el Erudito:

A. Se refugia en la cueva, para buscar a la Serrana.
B. Huye hacia el monte, para trasladar a la Marmionda.

 

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