En las entrañas de Tormantos - Capítulo 8 - Castra Servilia - Club Deportivo

Publicada el: 02/04/2014
Narrativa , Escritura , En las entrañas de Tormantos , Narrativa Hipertextual , Capítulo 8

 

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En las entrañas de Tormantos.
Ocho.



Esa madrugada de hollín y olor a chamusquina, de llantos y rabia, aún no había concluido. La campana mayor de la iglesia, que por un corto lapso había permanecido callada, volvía a tañer con el mismo empeño y porfía con el cual Balaam azotaba a su burra. Las gentes se miraron extrañadas al no comprender la nueva llamada. Entonces, un chiquillo del pueblo que corría hasta ellos con el alma en la garganta, a duras penas consiguió gritar:

- “¡El Jarramplas! ¡El Jarramplas!”.




El Erudito había salido del pueblo en cuanto pudo interpretar las atormentadas palabras del soldado. No sabía cómo, pero éste había descubierto su celda. El castillo donde apresaba a la mestiza ya no sería por más tiempo seguro para sus fines. Su única voluntad era salvaguardar su buen nombre, y para ello, si fuera necesario, mataría a la ramera.

Subió con esfuerzo por entre las peñas a través del camino que tantas veces había hollado antes. El corazón le bombeaba sangre negra hasta las sienes por el ritmo con el que avanzaba, y sin embargo, en su cabeza sólo visualizaba a La Serrana. Quizás, pensaba, mitigaría su traición si se presentaba con su presa ante ella; como ofrenda.




Luces de antorchas comenzaron a recorrer las devastadas callejuelas de la villa. Los vecinos comenzaron a reunirse en torno a la iglesia, buscando el refugio beatífico, convocados por el sonido del repique. No podían dar crédito de tanto infortunio. Primero, el fuego en las huertas. Y ahora, la Casa de Dios arruinada por una fuerza bestial y herética que como una tempestad había devorado el templo. Su retablo mayor, en honor a San Lorenzo, hecho añicos, desperdigado por los aledaños de la plaza. La torre, a cada vibración metálica de la campana, vertía parte de sus piedras contra el suelo. El pórtico, arrancado de cuajo, descansaba quince metros más allá de su origen. El alba, la casulla y la estola, embarradas y pisadas, en medio del umbral. La píxide y el cáliz, excretados por la bestia inmunda con los orines demoníacos de sus entrañas.

Las imágenes que los escasos candiles exhibían se reflejaban en las pávidas retinas de los paisanos. Sebastián, que fue acarreado entre empellones, junto al resto del séquito quedó sobrecogido al pisar el adoquinado de la plaza. Cayó, y de rodillas, entonó en plegaria un padrenuestro. Mientras, una risa infernal procedente de las sombras se regocija del desconsuelo y hace sonar un tambor hecho del pellejo de seis canes.




Juan, el Erudito, se alcanzó hasta las ruinas heredadas sin apenas resuello. La fuerte subida mellaba sus energías, pero apremiado por el miedo, ni descansó. La Marmionda yacía helada, casi muerta por inanición, en el extremo de la mazmorra. Cubrió la cabeza de la joven con un saco y ató sus manos a la espalda. No encontró resistencia de tan débil que estaba. Sólo su vejiga se vació al ser cargada sobre los hombros de su captor.

Durante la subida, el boticario había decidido no presentarse ante su Señora. Valoraba demasiado su vida para arriesgarse. Y reconocer su traición bien podía suponer la muerte más terrible jamás imaginada. Bajó con la mestiza a cuestas y mucha más cautela. El sendero, húmedo por el relente, tampoco permitía carreras insanas. Transcurrió casi una hora en el tránsito, pues a cada diez pasos, el Juanito desconfiaba de cada ruido y se sentía observado. Llegaron al silo que poseía en las afueras, donde guardaba los mejunjes y emborrachaba a los quintos que después servía a la Serrana. Allí, metió a la Muñeca en un tonel vacío junto a un trozo de pan duro y queso rancio, depositó varios pesos encima para impedir su apertura desde dentro y tapó con varias mantas para amortiguar los sonidos, por si se decidía gritar. Satisfecho, echó un trago largo de vino, tomó el resto de la hogaza y el queso y se encaminó hasta la villa para saber de la insistencia de la campana.



Cuando dobló la plaza de la iglesia, poco más o menos al despuntar el amanecer, las mujeres viejas continuaban sollozando las pérdidas. Los niños gemían en sueños, tendidos en el empedrado. Los hombres, derrotados, guardaban un silencio impotente. Y en la jamba, donde debía hallarse el pórtico, don Fermín, quien permanecía inerme y abandonado. Se acercó hasta él y agarrándole por el brazo, hizo entrar al páter en la nave, fuera de las miradas del resto. El Erudito, al contemplar la destrucción y el estrago ocasionado por el Jarramplas, pues ya no quedaban dudas de su autoría, experimentó la imperiosa necesidad del sacramento de la confesión:

- “Ave María Purísima”.

El cura, sorprendido por la jaculatoria que recitaba Juan en un momento como éste, pero a fuerza de costumbre, contestó con la consabida retahíla:
- “Sin pecado concebida”. –Y a la señal de la cruz, continuó-. “El señor esté en tu corazón para que puedas arrepentirte humildemente de tus pecados”.

Y en ese preciso instante, el Erudito se evacuó y reveló el mayor de los secretos que poseía. Mucho mayor al desliz con la ramera:
- “Don Fermín... El Jarramplas… Usted…” -titubeó con todo el recelo acumulado durante años-. “La Serrana, Isabel de Carvajal, me contó que cuando de joven, en aquel paseo la violó, en sus entrañas prendió la semilla del maligno; y nació de ella el mismo demonio, fruto del quebranto”.

Levantó la mirada hasta los ojos del cura, enajenado por las palabras:
- “Usted es el padre del Jarramplas”.




Fieles lectores, resuelvan si:


A. El pueblo, incitado por Sebastián, se levanta en armas.
B. El Cura huye hacia otra villa de la Sierra de Tormantos.

 

 

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