En las entrañas de Tormantos - Capítulo 9 - Castra Servilia - Club Deportivo

Publicada el: 09/04/2014
Narrativa , Escritura , En las entrañas de Tormantos , Narrativa Hipertextual , Capítulo 9

 

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En las entrañas de Tormantos.
Nueve.


Juan dejó al Cura arrodillado en mitad de la nave, desde donde antes de la avalancha demoníaca se contemplaba el vetusto retablo mayor, barroco, como el órgano que arruinado yacía sobre el álgido empedrado. Los hipidos que surgían de su figura menguada rebasaban el silencio que en el santuario exhalaban las paredes, ahora desnudas de lábaros e imágenes.

Sólo unos pasos sordos rompieron la cadencia de los gimoteos.
- “Don Fermín, alivie su pena en mi espalda, que como hijo celoso de Dios Padre, consagraré mi cuerpo a vindicar todos los desagravios que esa bestia inmunda ha ocasionado en esta Santa Casa… y a mi Marmionda” –pronunció Sebastián, mientras agarraba fuerte al clérigo por el antebrazo para auparlo del suelo-.

Al escuchar la promesa decidida del joven soldado, el párroco recuperó su falsa compostura. A él ya no le importaba la suerte de su iglesia, ni siquiera de su feligresía, ni tampoco del pueblo. Únicamente deseaba que nadie más supiera de su paternidad. Jamás. Acallar las habladurías, comprendió al instante, sería mucho más difícil ahora que lustros atrás cuando contaba con el favor del alcalde Carvajal. Pero, quizás, la respuesta se erguía osada frente a él en la presencia del insolente forastero, aún encaprichado con una simple ramera.
- “¿Te atreves a blasfemar en mi presencia? ¿En el mismo templo del Todopoderoso? ¿Acaso no sois tú, y otros como tú, los culpables de que el vicio de la lujuria haya enraizado en las tierras de Tormantos? Si queréis ser dignos del perdón divino traedme el pellejo de esa nauseabunda creación de Satanás, y yo intercederé ante el Señor en vuestra salvación. ¡Id, y no volváis entretanto no cuelguen sus astas de vuestro cinto!”.

En las pupilas encolerizadas del militar se reflejaba el verbo del abate. Como buen manipulador, pretendía el Cura instigar a la culpa del amartelado; loco y suficientemente desesperado para entregarse al sacrificio; instruido en la guerra y suficientemente perturbado para morir en nombre de Dios.




Sebastián se detuvo en medio de la Plaza y elevó la voz para ganar notoriedad. Los hombres, apenas desperezados por el amanecer de la noche en vela, comenzaron a reunirse bajo la convocatoria del improvisado caudillo.
- “… Y vosotros, como yo, hemos mirado a los ojos de la miseria que el Jarramplas impregna a su paso. Sufrimos sus secuelas en nuestras almas cristianas. Las tierras permanecerán hueras allá donde haya pisado, despojando del sustento a cada familia. Los quintos desaparecen hurtando el futuro al pueblo. Vuestras hijas tampoco estarán a salvo mientras exista un diablo que acampe a sus anchas por la Sierra”.

La atención de los paisanos se hizo visible. A cada palabra, un nuevo gesto de asentimiento se mostraba entre los oyentes.
- “Requerid a vuestros familiares. Y a los familiares de los familiares. Que todo Tormantos se una a nosotros; desde Piornal hasta Tornavacas, desde El Torno hasta Guijo de Santa Bárbara. Que no descanse la campana. ¡Es la hora de las armas!”.

La muchedumbre congregada bramaba inconsciente a cada arenga del soldado. Inconsciente, porque la batalla es mucho peor que la proclama. Y más real.  

Se aprovisionaron de azadas, layas y el resto de aperos de labranza que consideraron como idóneos para la cruzada. Un escaso ejército de campesinos, rudos, pero sin adiestramiento alguno. Nada más diecinueve hombres, contando a Sebastián, se avinieron al final a partir hacia las peñas por el camino que tan solo unas horas antes había descendido desde las ruinas del fortín donde confinada se hallaba su mestiza. Era el único vestigio por el cual podía comenzar.

Ese rayar del diecinueve de enero avanzaba la tropa por entre los riscos como en fianchetto. Un grupo de mozos, con el ímpetu de la sangre joven, abría la expedición unos pasos por delante guarecido a los flancos por sendas pandas de experimentados labriegos; con el isabelino en el corazón de la cuadrilla guiando, el resto, cáfila, seguían las órdenes cabizbajos sospechando el desenlace, y dudando ya, de sí mismos. El Jarramplas, divertido, observaba oculto en lo alto de su gruta el movimiento. Tocaba insistente el tambor como un mantra para atraer hacia él a los aldeanos y al altanero militar. Nuevas presas siempre eran bienvenidas. Aún tenía sed. Y hambre.




En el pueblo, don Fermín había apilado los restos profanados e inservibles al pie de la iglesia para prender la pira donde debía perecer el salvaje demonio. Las mujeres se concentraron en torno a ella e iniciaron los rezos y plegarias en voz queda. El crepitar de la hoguera se intensificó debido a la sal derramada en las lágrimas que caían de las mejillas enjutas de aquellas esposas que adivinaban el final que correrían sus hombres e hijos.




Una sombra inmensa se precipitó sobre el costado derecho de la comparsa, apenas separados del resto del grupo por el angosto relieve del monte. Advirtieron los otros con claridad el sonido de las articulaciones al crujir, pero tan pronto como pudieron acudir en auxilio, ya eran cadáveres. Los más rezagados huyeron despavoridos camino de regreso, desoyendo el mandato del joven castrense, y pagando caro tal despropósito. Al desperdigarse sin orden, uno tras otro fueron cayendo en las garras del Jarramplas que los esperaba camuflado entre los castaños. La sangre pronto regó de rojo la Sierra. Y sólo los cinco que permanecieron junto al soldado, sobrevivieron.




Amigos lectores, decidan en la encrucijada en la cual se hallan si Sebastián y los cinco denodados paisanos:


A. Regresan al abrigo del pueblo para intentar apartar al Jarramplas de su entorno natural.
B. Continúan hacia las ruinas del castillo al supuesto rescate de la Marmionda.

 

 

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