-
Estás en:
- Inicio /
- Actualidad /
- Eventos /
- En las entrañas de Tormantos - Capítulo 6
Publicada el: 19/03/2014
Narrativa
,
Escritura
,
En las entrañas de Tormantos
,
Narrativa Hipertextual
,
Capítulo 6
En capítulos anteriores... (1) (2) (3) (4) (5)
En las entrañas de Tormantos.
Seis.
Pese a la oscuridad Sebastián pudo discernir entre la escarpada montaña cómo la gran sombra se movíaentre los resquicios del camino. La siguió presuroso pero con mucha cautela. Conforme iba avanzando en lo que había creído ver una sombra monstruosa se fue convirtiendo en un robusto cuerpo, y por la silueta curvada, supo que se trataba de una mujer.
Aquella misma silueta sinuosa era un precipicio en sí mismo: Unas caderas perfectas bajo las cuales se descubrían dos piernas tersas, turgentes por las que uno podía perderse hacia los mismos abismos o alcanzar el paraíso si descubría lo que aquella falda de pastora ocultaba. Todos los hombres de Garganta y de los pueblos aledaños soñaban con el cuerpo que se escondía en las vestiduras de Isabel de Carvajal, la buena hija del alcalde. Todos. Además, la mujer no sólo tenía un físico portentoso sino que, como todos podían comprobar, presumía de tener buena conversación, pese a ser muy altiva, y era la más dispuesta de las mujeres de la Sierra de Tormantos. Territorio que ella misma conocía como la palma de sus fuertes manos y por el que solía perderse en busca de algún conejillo al que cazar y servir de cena en la mesa en la que su padre, viudo, normalmente, convidaba a los amigos. Entre los comensales estaban los hombres más honorables de Garganta la Olla, Piornal y Plasencia, pues, el señor Carvajal siempre había sido un hombre muy querido, y el poder admirar a su hija más de cerca era más que suficiente para aceptar la invitación. Uno de los enamorados era Pedro, el hijo de un labrador hacendado, que solía acudir a las cenas con su primo Juan: él era el que más interés despertaba en la esquiva Isabel. Un día, quiso confesarle su amor pero antes prefirió que el padre don Fermín lo aconsejara. Las grandes decisiones siempre pasaban por el párroco del pueblo quien en esa ocasión decidió que lo mejor sería allanarle el camino al enamorado, pues ya se sabía que Isabel guardaba mucho las distancias para acallar las habladurías y preservar mejor su honor. Por este motivo don Fermín, después de una cena, le pidió a Isabel que lo acompañara a dar un paseo por los alrededores del pueblo. El cura intentó hablar de los sentimientos de Pedro pero no podía dejar de mirar los abismales ojos de la deseada Isabel a la que él entonces también deseó. Algo ardió entonces en cada poro de la piel del canónigo que sintió cómo su miembro viril se erizaba y empujado por la lascivia tumbó a la joven quien sorprendida primero y debilitada después, por la enorme fuerza del vigoroso cura, no pudo resistirse.
Una vez saciada su lujuria don Fermín no supo qué hacer y huyó horrorizado de sí mismo. Isabel relató todo lo sucedido a su padre quien no quiso creerla y la tachó de loca y lasciva. Le reprochó por haber ensuciado el nombre de su familia y haber puesto en evidencia al padre don Fermín pues con sus blasfemias pecaba contra la Santa Iglesia y contra el cielo mismo. La acusó de haber pernoctado con Pedro quien ya había ido anunciando por el pueblo que se iba a casar con la joven y que ya contaba con su aprobación pues don Fermín lo había amparado. Fue, entonces, cuando Isabel presa de la ira decidió acabar con el joven campesino pues de no ser por él nada habría sucedido y, al verlo desprotegido mientras araba, lo desnucó lanzándole una roca. Después, huyó a la Sierra y juró vengarse de todo hombre al que encontrara entre cada briza de hierba, entre cada guijarro, cada piedra incrustada en la tierra, cada árbol, cada ladera... juró derramar cuánta sangre fuera necesaria hasta lograr por fin acabar con el burlador de su honor. Aquella sería su venganza definitiva.
Tras varios lustros, aquellos sucesos que tanto habían sido comentados en el pueblo fueron cayendo en el olvido. Ninguna duda volvió a mecerse sobre la figura de don Fermín quien rehusó volver a subir a la sierra y continuó con su vida social y religiosa como siempre, tras, por supuesto, haber recibido las disculpas del señor Carvajal que poco después murió. Fue Juan, el primo de Pedro, quien, debido sobre todo a su buen hablar, se convirtió después en el hombre más apreciado del pueblo y alrededor de él comenzaron a zanganear los nombres de más alta alcurnia de Garganta. Incluido don Fermín de quien pronto se hizo íntimo compañero. Más tarde, el Erudito, averiguaría que el lazo de esta amistad sería también el lazo que lo continuaría uniendo a la vida. Pues un día paseando por la Sierra, quiso el destino que topara con la imponente figura de la Serrana, Isabel de Carvajal, de quien él al igual que su primo había estado enamorado siendo muchacho. Aquel día, la Serrana, por quien los días pasaban pero sin menguar su belleza, se dio cuenta de que necesitaba un aliado que la acercara al pueblo y a su presa. Perdonó la vida al Erudito quien se postró a sus pies recibiendo como respuesta una patada en las costillas. Juan le prometió lealtad a la espera de que algún día la Serrana también lo compensara de otra forma pero cada vez que se acercaba más a su huerto incendiado, más comprendía el Erudito que jamás obtendría la recompensa de los labios de su ama, no después de haber traicionado al que era también su Señor.
Nada sabía de esta historia Sebastián, quien sigiloso trataba se seguir los pasos de la mujer, cuando comenzó a sentir el olor del humo que manaba del pueblo en su nariz. Al girarse para ver lo que sucedía en la aldea vio como otro hombre, no muy lejos de él corría presuroso en dirección al pueblo. No tenía tiempo Sebastián para preguntarse quién era aquel hombre. Las hojas de los árboles comenzaron titilar deprisa, parecían campanas que anunciaran un evento o la llegada de algún huésped o, tal vez, del señor, de aquel lugar. Sebastián se dio cuenta entonces de que el Jarramplas no era una invención, de que aquella leyenda era cierta y de que no era el único ser que habitaba entre las cortezas de los robles. Miró al frente para continuar la marcha tras la misteriosa mujer pero no la volvió a ver, había perdido su rastro. La Serrana había desaparecido para, probablemente, volver a convertirse en una sombra más de aquella sierra.
Queridos amigos lectores, decidan si...
a. Sebastián descubre el escondite donde está secuestrada la Marmionda.
b. El erudito, preocupado, decide hablar con el cura.
Puedes emitir tu voto de las siguientes formas: