La red de Volley -Capítulo final- - Castra Servilia - Club Deportivo

Publicada el: 23/04/2012
Narrativa , Escritura , La red de Volley , Narrativa Hipertextual , Capítulo 13

 

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Capítulo 1.

Capítulo 5.

Capítulo 9

Capítulo 2.

Capítulo 6.

Capítulo  10

Capítulo 3. 

Capítulo 7.

Capítulo 11

Capítulo 4.

Capítulo 8.

Capítulo 12

 

  CAPÍTULO 13  -FINAL-


EMBOSCADA.



Krasimir, en su intento por ganar tranquilidad y tomar distancia, alquiló una habitación en una de esas pensiones del barrio árabe donde hacen pocas preguntas si pagas por adelantado. Había llevado escasamente un par de camisetas y pantalones, pues no se podía permitir que Fran descubriera la falta de demasiadas cosas en el apartamento, y un despertador de propaganda que le entregaron con un dominical cualquiera. Cumplía sus primeras setenta y dos horas sin consumir. Y estaban siendo terribles. Pasaba de la ansiedad a la somnolencia extrema en décimas de segundo; en los peores momentos, se estremecía por el frío de su propio sudor y los temblores continuados. Los delirios y la fragilidad de su voluntad le hicieron buscar en la mochila el vial que le preparó Fran en su última entrega. Desesperado, introdujo la aguja en el tarro y mediante el émbolo bombeó el líquido cristalino hasta cargar con trece mililitros la jeringuilla. Tiritaba por el nerviosismo. Sin embargo, en un hálito de cordura consiguió apartar la inyección de sí, y dormir.





Lucía había quedado con Krasi en una oscura cafetería a la cual nunca antes había acudido ninguno, al otro lado de la ciudad. Pero de esto hacía casi veinte minutos y aún no había dado señales de vida. Comenzó a asustarse cuando desde su nuevo móvil intentó contactarle sin fortuna. E incluso tuvo que esperar otros veinte más hasta que apareció por la puerta. Al ver su cara, no se atrevió a preguntarle, pues era bastante evidente el esfuerzo que estaba abordando para ayudarla. Pidió directamente en la barra un botellín de agua y se acercó a ella:

-Disculpa –balbució-.

-Gracias –intentó sonreír para infundirle la confianza que necesitaba, aunque en estas circunstancias no estaba muy segura de sí-.



Transcurrieron algunos minutos en silencio, sentados enfrente, mirándose sin mediar palabra, acobardados porque ambos sabían que si por casualidad Fran les hallaba en esta situación, tendrían más problemas, si cabe.



-¿Qué hacemos? –consiguió arrancarse la entrenadora.

-No sé. ¿Huir?

- ¿Toda la vida? No –y fue ganando en confianza-. No quiero tener que mirar hacia atrás constantemente. Ni temer una llamada en la noche. Quiero que pague por lo que me ha hecho, y por lo que ha hecho a tantas otras antes. Quiero que desaparezca, que huya él de nosotros.



Otro silencio. La conversación se entrecortaba cada instante, como los pensamientos inconexos.



-Vale –accedió-. Pero, ¿cómo? –dudó el gigante búlgaro-.

-Lo denunciaremos a la policía.

-Imposible. No tenemos pruebas. Así sólo saldré yo perjudicado.

-¿A qué nivel está metido en la distribución de la mercancía?

-Ya te dije. A él no lo conoce nadie. Me pasa los pedidos que antes me encargan en el gimnasio. Quedamos en la cabina detrás de su casa y yo los reparto.

-Entonces, primero tenemos que sacarlo del anonimato.



Y Lucía empezó a maquinar una estrategia para desenmascararle mientras notaba a Krasi mucho más despierto e interesado. Habían recuperado parte de la energía que los caracterizaba.

-¿Tienes los números de todos los clientes? –cuestionó con un brillo en su mirada-

-Claro.

-Bien. Pues vamos a ponerles un sms a cada uno diciendo que ya sólo pueden dirigirse a Fran, a su casa, a su número de móvil para comprar y retirar las demandas. Le adjuntaremos una foto suya de primer plano para que sepan quién es.



Tardaron cerca de una hora en mandar los mensajes desde el teléfono limpio de la jugadora. Primera fase cumplida.



-Ahora, tenemos que provocarle –animaba Lucía mientras abandonaban el bar-.

-¿Cóm..? –no terminó de interrogar Krasi cuando al girar, la percibió abalanzarse contra él. Abrió su boca para recibir un beso húmedo y apasionado, cerró sus ojos y escuchó el característico clic de las cámaras al tomar una foto-.

-Al feizbuk –pronunció Lucía con una sonrisa espléndida-.



Segunda fase decidida; pero necesitaban algo más. Algo definitivo que originara en el tejedor un miedo, al menos equivalente, al que ellos habían sentido. Algo por lo cual le mereciera la pena huir y desaparecer. Un chantaje, aunque se jugaran un farol.



Lucía le pidió de nuevo que le narrara los ‘casos Carla o Virginia’. Conocía con vaguedad por la prensa la angustia que levantó el suceso hacía varios años. Cómo se habían esfumado de la ciudad sin dejar rastro ni aportar noticias a sus familias. Los padres, derrotados, aseguraban que sus hijas jamás se hubiesen marchado sin decir nada; menos, que pasados los días no llamaran para explicarse. Entre ambas, hubo doce meses de separación, y por supuesto, Fran en medio de cada relación. Pero eso sólo lo conocían ellos, pues no se logró identificarle como el novio desconocido. Tenían la baza final.



Se encaminaron a Correos para remitirle una carta mecanografiada con la acusación. Decían saber toda la verdad, y le exigían que se marchara inmediatamente o expedirían todas las pruebas a la Policía y a los familiares.





El plan que habían conseguido iniciar tenía muy buena pinta y confiaban en su éxito. Pensaba la pareja que, probablemente, los clientes ya estuviesen intentando contactar. Cerca de cien consumidores ansiosos por adquirir sus dosis semanales le estarían colapsando y cabreando muchísimo. Él, que tan celoso de su intimidad era, que tanto le importaba la imagen que pudieran tener los demás de él, lo enojado que estaría de recibir en su casa a los yonquis, llamando a voces a su puerta; y los vecinos asomados por la mirilla, hablarían durante semanas del espectáculo.



Con la adrenalina por los cielos; excitados por la venganza, cercanos por la intimidad de compartir un lazo de dependencia mutua, decidieron pasar la noche en la pensión. Juntos. Ni siquiera les dio tiempo a encender la luz de la habitación. Lucía llevaba la iniciativa. Se quitó la camiseta y el sujetador con rapidez. Desabrochó los dos botones de su pantalón y cogió con decisión la mano de Krasi guiándole por entre sus bragas. El vello púbico rasurado hacía una semana empezaba a raspar con cierta dureza, pero el lubricante natural que nacía del vientre de ella suavizaba el tacto. El calor de sus cuerpos contagiaba la reducida estancia. Él, erecto pero aún vestido, inspeccionaba con sus dedos el interior de la jugadora. Ella, entre gemidos, intentaba desnudarlo. Rasgó su camiseta y asestó un mordisco en el omóplato hiperdesarrollado del culturista, al mejor estilo de las vampiresas de Goethe. Krasi se quejó con ardor e izó como una pluma en el aire a la entrenadora, agarrándola con fuerza por el culo mientras la llevaba a la cama. La dejó caer en el colchón y se deshizo de sus pantalones. En un estado de semiconsciencia empezó a penetrarla con violencia. Ella contenía los gritos con dificultad y movía entre espasmos su cabeza. El orgasmo asomaba a los jóvenes, y justo en el instante del clímax y la descarga, en uno de los exagerados movimientos de Lucía, la jeringa antes perdida bajo la almohada, se le clavó con precisión en la carótida izquierda, derramando en su interior, él su semen; la cánula, su veneno.





Krasimir tardó varios segundos en comprender qué había sucedido. El coctel que Fran le preparó, el cual llevaba escrito el nombre de su muerte, había esquivado cruelmente su destino cruzándose en el de la jugadora. Enajenado por el dolor, quizás loco por la abstinencia, corrió desnudo por la calle hacia la vespa de Lucía. Llegó con el escaso tráfico de la noche hasta la casa de Fran completamente abstraído, derribó las puertas que lo separaron hasta el dormitorio y se arrojó contra el muchacho. Con sus propias manos le apretó el cuello y notó como crujía el hioides, como se hundía la garganta y la sangre abandonaba los ojos azules del tejedor.





Cuando el agente novato de la policía entró, alarmado por un vecino, y vio la imagen de un gigante desnudo, en la cama, encima de otro hombre, primero pensó que había interrumpido las relaciones de una pareja homosexual, sin embargo, al interpelarles, no encontró respuesta. Se acercó identificándose con voz alta y descubrió la verdadera razón de la grotesca imagen. Sólo pudo abatir al búlgaro al tercer disparo, pues los dos primeros no tuvieron el efecto disuasorio y no dudó en ejecutar a bocajarro al joven.



Al escuchar las detonaciones, subió corriendo el compañero veterano. Si bien, ya encontró los dos cadáveres que yacían aún calientes en la cama.

 

 


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