En las entrañas de Tormantos - Capítulo 3 - Castra Servilia - Club Deportivo

Publicada el: 26/02/2014
Narrativa , Escritura , En las entrañas de Tormantos , Narrativa Hipertextual , Capítulo 3

 

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En las entrañas de Tormantos.
Tres.



Cuando esos ojos negros como el carbón escrutaron su interior, Sebastián comprendió que jamás volvería a ser dueño de sí. Tendidos a un palmo, el olor acre a sudor impregnó su consciencia con el almizcle de su cuerpo. Su vientre aún húmedo se pegó a él regalándole los últimos espasmos que surgían de su pelvis. El tacto desnudo de su piel caramelo confiesa erizando el vello el alcance de las caricias, y los lunares derramados sólo sirven para aderezar su cuero, como pintado por Sherezade. La saya y la blusa rojas, junto a las enaguas pardas, arrojadas al suelo. La toquilla desprendida de su trenza. La alcoba, minúscula y cochambrosa, sin luz ni ventilación natural, contaba de un chifonier, que dicen que regaló Carlos V, y un espejo con palangana. Las paredes encaladas, raídas como las Muñecas. El jergón, de lana y cien bastas. Y la Marmionda, que lo llena todo.

En susurros le explica su desdichada existencia, pero él no puede dejar de mirar la cadencia de sus labios sin escuchar las palabras. El calor que desprende le hace casi desfallecer. La respiración, que ya no jadea, vibra en sus pechos oscuros. Y Sebastián por un momento cree que si presta atención podría escuchar el pulso rítmico de la joven.

Fuera, en el diminuto zaguán se encuentra doña Francisca, la Madamé, quien cabala las cuentas de las ganancias y los dispendios por sus mujercitas. Si de frecuente no es ufana, menos cuando hace rechinar los pocos maravedís que en el día entran. Sin embargo, ese idus de enero, el forastero entregó dos reales de plata por una noche con la mejor de sus mancebas. Le contó que traía licencia de milicias por el bando de los isabelinos y que buscaba tierras tranquilas para morar. La Madamé hizo llamar a la mestiza, a sabiendas que sobresalía de entre todas, mientras agasajaba al soldado con vino y castañas pilongas. Un ruido de cascabel precedió la entrada, como presagio de los ángeles que tañen las campanas, de la Marmionda con sus pasos decididos. Y al cerrar la jamba tras ellos, ya nada fue igual.



Vuelve empecinado Sebastián a recorrer las huellas por el camino que le habría llevado a encontrarse con su preciosa coima. Entretanto, una voz en su cabeza no hace más que culparle por la desaparición. “¡Si hubieses pagado los dineros en vez de citaros en mitad de la Sierra! ¿En qué maldita hora se desvaneció el sendero y perdiste el norte en la noche serrana? ¿De qué te sirven ahora tus escaramuzas en la guerra si no puedes salvar a una sola mujer? Jactancioso militar, arrodíllate, reza y pide perdón a tu Señor”.

Varios milanos acechan la aflicción en las alturas, como testigos del inconsolable amante. Es sabido que en las veredas insuficientemente transitadas de la Sierra de Tormantos suceden tropelías casi sobrehumanas, donde el miedo fenece en degüello y las bestias no osan cruzar. El viento anuncia con la armonía del tamboril las atrocidades cometidas sin que las gentes puedan interpretarlo. Hombres, mujeres, niños y reses desaparecidas entre los ecos de robles, castaños y piornos. La humedad arrulla los rastros de sus existencias como el agua inunda las riberas y estalla las gargantas.



El erudito se llegó hasta la cautiva e hizo que tomara algo líquido. El sabor ardiente del éter etílico le provocó arcadas, pero su estómago vacío sólo pudo quejarse, sin alcanzar el vómito. Guardó el cubilete de hojalata en la talega y amordazó de nuevo a la mestiza, no sin antes lamer de sus mejillas las lágrimas derramadas. Marmionda quiso retirarse asqueada, pero se lo impidieron las ataduras. Las carcajadas medio asfixiadas del Juanito retumbaron en la gruta y ella empezó a sentir un mareo gélido. Su cuerpo, desvanecido, quedó inerte. El beato sajó el bramante que la unía a la pared del fondo de la cueva, pero no desligó las cuerdas que la inmovilizaban de pies y manos, pues aún les quedaba un trecho hasta el castillo, casi derruido, que hubo de heredar de sus antepasados y que había formado parte de la familia desde el principio de los días. Eliminó como pudo las señales de su presencia en la madriguera, para lo cual vertió por distintos puntos un tarro con agua estancada, dejó carne de cordero putrefacta para atraer a las alimañas y barrió el empedrado con retamas de jaras. Arrojó a la joven sobre las ijadas del burro y partieron sin demora antes de que el sol se ocultara en el horizonte. El erudito se encontraba entre pletórico, porque era la primera vez que desafiaba el dominio del Jarramplas, y horrorizado, porque había convivido con el pánico de sus víctimas. Lo último que ansiaba era convertirse, él, en occiso de sus garras. Y cuanto más tiempo pasaba caminando y más cerca del castillo se hallaban, más titubeo sentía su voluntad. No en vano barruntaba que tarde o temprano pagaría cara la traición.



Aquella noche, apenas guarecido en las catacumbas del fortín en ruinas, no pegó ojo. Sabe que la bulimia de sangre de la bestia es insaciable y escucha las voces de la Sierra de Tormantos más guturales que de costumbre. Presentía la figura demoníaca en cada sombra que proyectaba la lumbre. Los ojos circundados de linfa, abrasando con la mirada. El cráneo, aberrantemente cónico, coronado con una crin bermeja, como de caballo. Una nariz quevedesca. Dos astas punzantes de cabra. Una docena de arrobas y casi tres varas de talla. El pellejo hecho jirones como una infinidad de cintas. Deformes extremidades. Fuerza diabólica. Y en la espalda, una cruz cicatrizada.

Se recrea en el pavor que infringe su aparición. A veces juega con sus presas, y otras, las yugula  con furia mientras ingiere sus entrañas.

Y lo peor, sólo existe una persona que lo pueda gobernar.




En estas cavilaciones está el erudito mientras:
A. Sebastián intenta romper el silencio de la Sierra y sonsacar las habladurías.
B. Doña Francisca se entrevista con el alcalde en la Casa de las Muñecas.

 

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