En las entrañas de Tormantos - Capítulo 5 - Castra Servilia - Club Deportivo

Publicada el: 12/03/2014
Narrativa , Escritura , En las entrañas de Tormantos , Narrativa Hipertextual , Capítulo 5

 

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En las entrañas de Tormantos.
Cinco.



El olor a vino barato le llegaba hasta la ganchuda nariz que iba dando botes conforme el jumento pisaba sobre las rocas del empedrado camino. Cuando el sendero se hizo intransitable para el animal, Juan bajó a uno de los hombres de la estrecha carreta y lo subió sobre sus hombros. Caminó diez minutos más  con el inconsciente borracho al que también había suministrado alguno de sus soporíferos potingues. La carga era pesada pero la fuerza de la mansedumbre lo empujaba: el terror ante el posible castigo de la Dama y la recompensa de verla, la exclusividad que tenía como mayordomo de poder postrarse ante sus hermosos pies esculpidos por las peñas, le era suficiente. Tras dejar al borracho en un tronco próximo a la siniestra gruta fue a por el otro hombre. Llevaba ya muchos años haciendo ese camino, desde aquel día en que sus labios habían prometido servidumbre eterna  a cambio de que la mujer de la salvaje melena le perdonase la vida. Hecho insólito en el cual el Erudito no había querido recrearse; ese momento en el que sólo fue capaz de desprenderse de su escasa libertad para encadenar el resto de su vida a aquella cueva. Proveía a la Serrana de sangre para llevar a cabo sus represalias contra el sexo masculino, a sabiendas de que aquellos sacrificios auguraban algo grande, tal vez, el tesoro de su cuerpo tan anhelado por sus deseos lascivos. Pero mientras esperaba aquello, continuaba facilitando las venganzas de la sensual y corpulenta dama de la Sierra, consciente de que aquella mujer tenía una sed de crueldad infinita que confiaba, algún día, habría de llegar a su culmen y con ello, por fin,  también el fruto de su entrega.

La luna se reveló por completo en el cielo, alumbrando a  los dos cuerpos ebrios que quedaban recostados uno sobre otro en el tronco próximo a la boca de la caverna de la que emergió la figura imponente de la Serrana. Desde lejos el erudito la contemplaba: robusta, con el largo cabello ondeando frente a las peñas: era la misma sombra de una montaña sinuosa cuya simple vista embebece e impone. Juan ya podía marcharse; tenía una suculenta actividad con la que ocupar aquella noche. La Marmionda, aguardaba  en su escondite, adormecida, dejándose consumir en lágrimas: “Pobre infeliz, que no sabía del peligro que él la había salvado”.  Cuando iba a mitad de camino oyó los gritos de los mismos hombres  a los que él había conducido a la muerte. Aspiró y su pecho henchido se fue poco a poco vaciando para esgrimir finalmente una sonrisa. La sonrisa de la victoria ajena que le acercaba a su preciado objetivo, a la dueña de su alma: La Serrana de la Vera.




Sebastián, pávido ante la indiferencia del pueblo volvió aquella noche a recorrer los caminos de la Sierra. Tenía el presentimiento de que la Marmionda estaba allí, que no le había dejado solo y que tenía que rescatarla a toda costa. Los gritos de los hombres despeñados mortificaron sus oídos. Corrió en la dirección del estruendo, corrió como si el mismo diablo le acosara, deseando que aquellas voces no pertenecieran a su mestiza. Al llegar hasta las peñas sólo pudo ver los cadáveres de dos hombres con el cráneo aplastado contra el suelo. Al mirar hacia lo alto vio como una tenebrosa sombra se escabullía entre las piedras.




Tras gozar nuevamente de las tiernas carnes de la Marmionda, el Erudito se ajustó los calzones y salió en dirección al pueblo. Estaba acalorado por el esfuerzo pero el sólo roce del viento bastó para erizarle los escasos pelos de la cabeza. Sintió un escalofrío. A lo lejos, en el pueblo las campanas repicaban y un humo negro emergía de los huertos que rodeaban la aldea. Uno de aquellos era el suyo. Bajó a toda prisa. El rumor de las horas de los árboles le trajo a los oídos la risa gutural del Jarramplas. Sintió que se reía de él, supo que se estaba riendo de él. Había traicionado a la bestia y no iba a salir indemne.




Queridos amigos lectores, decidan si Sebastián:


A. Persigue a la sombra espectral; o
B. Baja al pueblo influido por el repique y el humo del fuego.

 

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